Cuando el lobo comía coles y las vacas maullaban, había casas donde los niños soñaban con mesas que, con sólo pedir, se cubrían de manjares; o burros que levantaban el rabo y cagaban oro a montones si sabías qué decirles en las orejotas: Briclebrit!! ¡Éticapeleticapeluda!

Mientras tanto, en la misma mesa de la cocina, y por unos centavos cada uno, sus madres cosían bolsillos y botones, bordaban monederos o armaban juguetes. Y contaron por milésima vez que cuando las ranas tenían pelos y las gallinas barbas, había un sastre con tres hijos y una sola cabra...

Las obreras, madres de los futuros trabajadores, untaron el pan con chocolate y se llenaron diciéndoles que había que trabajar para vivir y también que había un rey que tenía tres princesas, las encerró en tres abrevaderos y las arrojó al mar. ¿Te lo digo otra vez?

¿Pero qué pasa cuando el trabajo invade la mesa de la cocina y la vida doméstica como un gorgojo ávido y la mesa de los manjares se rompe y el burro se escapa moviendo las orejas y hay que atraerlo con trucos y zanahorias? Otra historia habrá que empezar...

Bueno, este es el cuento de una familia obrera gallega en aquellos tiempos en los que era más fácil creer en los cuentos de las abuelas que en las promesas de los patrones.